SOBRE LA PARÁBOLA DE LA SOLITARIA, LA DISCIPLINA DE LA VANIDAD Y OTRAS EXTRAVAGANCIAS LITERARIAS

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Por Francois Villanueva Paravicino

En Cartas a un joven novelista (1997), Mario Vargas Llosa utiliza su destreza en el ensayo para explicar el fenómeno del oficio del escritor desde una perspectiva personal y culta. Sus hipótesis emocionan desde las primeras páginas del primer capítulo (Parábola de la solitaria), y su premisa esencial, la que compartimos, es se “vive para escribir”. Tal vez ese término el Nobel peruano lo haya tomado de algunas reflexiones del séptimo tomo de En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, El tiempo recobrado (1927), donde el protagonista reflexiona “prosa-poéticamente” sobre la naturaleza de la literatura, la vida literaria y el arte en general. Aunque, la verdad, como afirmaba Foucault sobre Mallarmé, la literatura es “lo eterno que no cesa de repetirse”, o, en términos más cabalísticos, “la palabra de Dios”.

Según Vargas Llosa, el escribir ficciones empieza cuando la “solitaria mágica” se instala en el escritor y solo se vuelve real la vez que se hace una necesidad vital para aquel. Cuando el escritor piensa que solo existe para escribir, que desperdicia los días del año cuando no digita algo, cuando se “enferma” por no crear ficciones y, por ello, siente miseria humana, es cuando la “solitaria mágica” ha calado en lo más hondo de él, devorándolo, consumiéndolo. Así también lo sentía Kafka en sus diarios y en sus cartas, y también todos los autores que cultivaron los diarios, los testimonios, las autobiografías, entre otros.

La “solitaria mágica” aprovecha eficazmente la soledad, es su ambiente predilecto, y existe ahí etéreo antes que se introduzca deletéreo en su forma de vivir. Está en las novelas, los cuentos, los poemas. El ambiente solitario aviva sus recuerdos, despierta su nostalgia, vulcaniza sus recuerdos, sublima sus gustos, resucita su existencia a priori y a posteriori. La soledad con la “solitaria mágica” se vuelve fructífera e imaginativa.

La “solitaria mágica” hace del oficio de escribir una profesión imperiosa, ineludible, que socava la naturaleza del escritor como una sentencia juzgada desde los cielos. La vida real la alimenta y los escritores son solo aquellos intermediarios entre lo grisáceo de la realidad y lo etéreo de la irrealidad, como si fueran aquellos posesos del que disertaba Platón. Sus “hijos”, que son sus creaciones propias, tienen algo de aquel bicho que transmitirá su cigoto a nuevos ojos.

Es verdad que aquel “parásito” los hace sus esclavos y, aunque el oficio de escribir tiene mucho de ingrato (lo enseña la historia y la tradición literaria), aquellos saben que no tienen mejor incentivo que la intuición de haber creado una obra aceptable o, en el mejor de los casos, una obra atractiva. Tan solo una intuición, entre el instinto y la razón, los hace feliz. Tal es su recompensa. Eso lo sabía el Nobel peruano desde el inicio, y algo de eso hay en uno de sus últimos cuentos, como en “El hombre de negro”, publicado el 2019, un relato que recomiendo mucho.

Por otro lado, este fin de semana terminé La disciplina de la vanidad (2000), de Iván Thays, un libro que fue muy comentado y divulgado cuando salió, y por eso solo comentaré brevemente lo que a mí personalmente me llamó la atención: Es una obra metaliteraria (que es lo que más me gustó y me enseñó), pues esta novela fragmentaria se desarrolla en un congreso internacional de escritores hispanohablantes en Europa, donde el protagonista (un aspirante a escritor o, en el mejor de los casos, un escritor) reflexiona sobre el oficio de la escritura y sobre los escritores a partir de sus lecturas de otros grandes autores (Faulkner, Hemingway, Nabokov, Kafka, Pessoa, Calasso, Borges, Valdelomar, García Márquez, Cortázar, Vargas Llosa, Tolstói, Walser, Bernhard, Martín Adán, Saer, Loayza, entre otros) y de lo que ve y observa en sus colegas en dicho evento literario.

Otro punto que llama la atención de esta novela es su finalidad literaria, ya que el narrador protagonista al final concluye que la escritura es un oficio muy personal, muy subjetivo y muy mezquino: envidias, egoísmos, egolatrismo al máximo, “mala leche”, ataques, traiciones y todo lo peor que se puede imaginar en las grandes batallas de la historia. En esa batalla campal están presentes también los críticos literarios, a quien el personaje los nombra explícitamente.

Como reflexión final a este libro me quedo con un aforismo que coloca el protagonista en la parte de sus disquisiciones literarias y tiene el subtítulo de “Ajedrez”, que dice así: “En la literatura, como en el ajedrez, muchas veces para ganar hay que saber sacrificar la dama”. Y, aparte de ella, existen también otras interesantes citas literarias que, si poblaban más las páginas de este volumen, el libro quedaba redondo.

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Francois Villanueva Paravicino

Escritor (1989). Cursó la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Estudió Literatura en la UNMSM. Autor de Cuentos del Vraem (2017), El cautivo de blanco (2018), Los bajos mundos (2018), Cementerio prohibido (2019). Textos suyos aparecen en páginas virtuales, antologías, revistas, diarios y/o. Mención especial del Primer Concurso de Poesía (2022) y de Relatos (2021) “Las cenizas de Welles” de España. Semifinalista del Premio Copé de Poesía (2021). Ganador del Concurso de Relato y Poesía Para Autopublicar (2020) de Colombia. Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América “Los jóvenes cuentan” (2007) de España.

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