En los inicios del siglo XX, los formalistas rusos fueron los fundadores de la teoría y la crítica literaria moderna como disciplinas autónomas y que se centraron fundamentalmente en el dominio del lenguaje empleado por los escritores, que, por ello, enaltecerían como genios literarios a James Joyce (del que tanto se habla por estos días ―toda su narrativa es magistral― por la publicación centenaria de Ulysses, una novela monumental del que centenas de grandes escritores lo recomiendan), Marcel Proust (los mejores libros de En busca del tiempo perdido son los que no tuvo tiempo de sobrecorregir, es decir, los últimos) o Samuel Beckett (otro genio de la prosa).
Los formalistas rusos acuñaron el término de literariedad. Según ellos, su principio es, aproximadamente, este: “Considero literario todo texto que provoque en mí una satisfacción estética”. En este sentido, en el ensayo de uno de sus máximos representantes, Roman Jakobson, en el libro Teoría de la literatura de los formalistas rusos (1965), afirma que la cuestión que constituye el objeto de la poética tiene que ver a la vez con dos “diferencias específicas”: la que “separa el arte del lenguaje de las demás artes” y la que lo separa “de las demás clases de prácticas verbales”.
Los formalistas rusos afirmaron que el lenguaje poético, al contrario, encuentra su justificación (y así todo su valor) en sí mismo; es su propio fin y no ya un medio; es, pues autónomo o, mejor, autotélico. También, planteó que una nueva forma origina un contenido nuevo. Una nueva forma se origina, no con el fin de expresar un contenido nuevo, sino porque la vieja forma ha agotado sus posibilidades. Como ellos mismo afirmaban, es imposible crear con formas ya descubiertas, puesto que la creación significa cambio.
Según sus postulados, recogidos en el libro de Víctor Erlich, El formalismo ruso (1964), la forma insistía en la unidad compleja del signo verbal y postulaba la indivisibilidad de este sistema peculiar de signos que era la obra literaria. Los formalistas rusos perdieron la paciencia ante la tradicional dicotomía “forma frente a contenido”, que, como dijeron Welleck y Warren, “parte de una obra de arte en dos mitades: un contenido puro, y una forma meramente externa, sobrepuesta”.
Antes de los formalistas rusos, existía un compromiso terminológico que era el de la dicotomía “forma-contenido”. Pero, después, los formalistas rusos abandonaron el más dificultoso de los conceptos tradicionales (el contenido), y resaltaron el otro (la forma), que se reinterpretó como principio formativo de integración y control dinámico, más que como revestimiento exterior o embellecimiento externo. Es decir, sostuvo la trascendencia fundamental de la forma literaria.
La contribución de la escuela formalista en nuestra ciencia literaria consiste en que se centró agudamente en los problemas básicos del estudio literario, ante todo en la especificad en su objeto (la forma); en que modificó nuestra concepción de la labor literaria y analizó sus partes componentes; en que abrió nuevos campos de investigación, enriqueció ampliamente nuestro conocimiento de las técnicas literarias, elevó los estándares de nuestra investigación literaria y de nuestra teorización.
La poética se convirtió en un objeto de análisis científico, en el problema concreto de la ciencia literaria. Los formalistas consideraban la historia de la literatura como una evolución de géneros y estilos, más que como un subproducto del cambio intelectual o social. En este sentido, según Roman Jakobson, el objeto de la ciencia literaria no es la literatura sino la literariedad, es decir, lo que autoriza a distinguir lo que es literario de lo no-literario.
La noción de literariedad implica, no el único aspecto pertinente de la literatura, ni simplemente como uno de sus componentes, sino como una propiedad estratégica que informaría e impregnaría la obra entera, el principio de una integración dinámica. Se postula como afirmación fundamental que el objetivo de la ciencia literaria debe ser el estudio de las particularidades específicas de los objetos literarios que los distinguen de otra materia. Por otro lado, la noción de forma obtiene un sentido nuevo: no es ya una envoltura sino una integridad dinámica y concreta que tiene un contenido en sí misma, fuera de toda correlación.
Aquí se evidencia la distancia entre la doctrina formalista y los principios simbolistas, según los cuales “a través de la forma” debería transparentarse un “fondo”. A la vez era superado el esteticismo, la admiración de ciertos elementos de la forma conscientemente separados del “fondo”: En resumen, analizar en sí misma esta forma literaria comprendida como fondo. Si queremos crear una definición de la percepción poética y en general artística, nos toparemos sin duda con esta definición; la percepción artística es aquella en la cual se experimenta la forma (quizás no solo la forma sino necesariamente la forma).
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Francois Villanueva Paravicino
Escritor (1989). Egresado de la Maestría en Escritura Creativa por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Estudió Literatura en la UNMSM. Ha publicado Cuentos del Vraem (2017), El cautivo de blanco (2018), Los bajos mundos (2018), Cementerio prohibido (2019) y Azares dirigidos (2020). Textos suyos aparecen en páginas virtuales, antologías, revistas, diarios y/o, de su propio país como de países extranjeros. Mención especial del Primer Concurso de Relatos “Las cenizas de Welles” (2021) de España. Ganador del Concurso de Relato y Poesía Para Autopublicar (2020) de Colombia. Ganador del I Concurso de Cuento del Grupo Editorial Caja Negra (2019). Finalista del I Concurso Iberoamericano de Relatos BBVA-Casa de América “Los jóvenes cuentan” (2007) de España. También, ha sido distinguido en otros certámenes literarios.