GUERRERO Y LA DESAPARICIÓN FORZADA

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Columna: “La crónica del espejo”

Por: John Kenny Acuña Villavicencio (Profesor-investigador de la Universidad Autónoma de Guerrero)

En conmemoración por el Día Internacional de las Víctimas de Desapariciones Forzadas, el pasado 30 de agosto, la Universidad Autónoma de Guerrero realizó un Memorial en el que se discutieron experiencias y desafíos no sólo para generar una mayor conciencia sobre este fenómeno, sino también para cuestionar las detenciones y ejecuciones arbitrarias, la tortura y las esterilizaciones forzadas en uno de los estados como Guerrero donde la injusticia y la impunidad parecen no desvanecerse. Lo dicho no es una exageración y mucho menos cuando se señala que en México desde 1952 a la fecha existe un total de 329,587 personas desaparecidas, no localizadas y localizadas. Eso no queda allí, resulta que los estados con mayor número de desapariciones forzadas son Estado de México, Jalisco, Tamaulipas, Sinaloa, Ciudad de México, Veracruz y Michoacán. A esta lista, se suma Guerrero con 4253 personas desaparecidas y no localizadas en lo que va del año y todo indica que la curva seguirá en ascenso debido al surgimiento de más denuncias (Comisión Nacional de Búsqueda de Personas: https://versionpublicarnpdno.segob.gob.mx/Dashboard/ContextoGeneral).

Durante estos últimos años, Guerrero ha sido foco de discusión por haberse perpetrado varios delitos de lesa humanidad como los ocurridos durante la Guerra Sucia de mediados del siglo XX. Esto sin olvidar, la masacre estudiantil de 1960, la masacre de Atoyac en 1967, la masacre de Aguas Blancas en 1995, la masacre de El Charco en 1998, los asesinatos de Taxco en 2010 y las desapariciones de Ayotzinapa en 2011 y 2014. Claro está, no podemos dejar de mencionar lo que ocurre actualmente en Acapulco, Chilapa, Tlapa, Iguala y Chilpancingo, porque se trata de municipios donde se concentra el mayor número de desaparecidos (Tlachinollan, Las desapariciones forzadas en Guerrero, un mal endémico, 29 agosto de 2022).

Ante lo expuesto, ¿quién es el responsable de esta tragedia? En un “momento” importante donde la izquierda discute la reestructuración del Poder Judicial de la Federación y la actual presidenta se anima a construir el “segundo piso” o una segunda fase de la Cuarta Transformación, parece oportuno señalar que si el Estado no protege al individuo de las patologías internas sería culpable y pondría en riesgo la existencia de los derechos humanos (Ch. Beitz, La idea de los derechos humanos, Marcial Pons, 2012). En ese sentido, debemos preguntarnos a ciencia cierta si realmente esta forma política afronta los traumas (culturales) o, en su defecto, genera condiciones para administrar la memoria y su potencia como vertebradora de las relaciones sociales.

La creación de instancias como la Comisión de la Verdad de 2018 y la Comisión Nacional de Búsqueda son alguna de las respuestas que se ha ofrecido desde el aparato político. Lo que se pretende con ello no sólo es encontrar la verdad, sino también reclasificar, registrar y dotarles de identidad a las personas desaparecidas. Sin embargo, en el fondo, la creación de un “campo documental” de Estado que se nutre de la fuerza y la estadística permite decidir quién está vivo o quién está muerto (M. Foucault, Seguridad, territorio, población, FCE, 2006). En consecuencia, aquellos que forman parte de este “conocimiento de Estado” son desintegrados e integrados a un corpus discursivo penal que resuelve en última instancia quién es castigado y quién no lo es. Por este motivo, para las familias de las víctimas es difícil imaginar que la justicia responda de manera imparcial y más cuando manifiestan la existencia de carpetas inconclusas, manipulación de información, ausencia de peritajes específicos y presencia de poderes fácticos que han invadido el espectro burocrático del sistema jurídico.

Ante este hecho, las familias de los desaparecidos prefieren hacer justicia labrando y desterrando cada pista hallada. Estos profesionales de la búsqueda que, en alguna circunstancia de sus vidas sintieron que: “Hay golpes en la vida, tan fuertes […] como del odio de Dios”, hoy en día levantan la voz y cuestionan a la autoridad, puesto que las acciones legislativas no son suficientes para garantizar los derechos de los olvidados y desaparecidos (Cesar Vallejo, Los heraldos negros, Cátedra, 2004). Sin duda, la esperanza de estas personas es inmensa y su dolor inenarrable, pues únicamente se sosegará cuando el cuerpo del desaparecido sea encontrado y acaso velado. Pero, ¿qué ocurre si este rito no se cumple? En el buen sentido freudiano, el sujeto no puede proyectarse en la realidad y, por supuesto, siente que “en el duelo el mundo aparece desierto y empobrecido ante los ojos” de él (Freud, Duelo y Melancolía, 1915). El mundo no es sensible con el prójimo y tampoco se espera algo de éste, al contrario, es un mundo desencantado y atrapado por la dinámica que ha tomado la vida cotidiana. Si no hay cuerpo no hay duelo y si no hay duelo no hay reconciliación con el Yo y el nosotros que a como dé lugar desea olvidar.

No se puede hacer a un lado este acontecimiento y, sobre todo, cuando el olvido hace “cavar una fosa en la tierra” –como dice Paul Celan en su Todesfuge (Fuga de muerte)– y pareciera ser que nos obliga a proyectarnos hacia adelante y enterrar todo aquello que corresponde a nuestros recuerdos (P. Celan, Mohn Und Gedächtnis, Hiperión, 1999). Negar la voz doliente supone no reconocer la voluntad y el desgaste que implica lidiar contra una sociedad que oprime y lacera. La importancia de “rememorar” un pasado que se mantiene en el presente o, dicho de otro modo, un pasado que está ausente en el presente es clave para excavar y encontrar salidas al fenómeno de las violencias que sotierran a Guerrero y el mundo entero (W. Benjamin, Imágenes que piensan, Obras, libro IV, vol. 1, ABADA Editores, 2010).

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