Por Francois Villanueva Paravicino

El libro Escritores de cine: Relaciones de amor y odio entre doce autores y el celuloide (2006), de José María Aresté, analiza la vida, la obra literaria y la participación en el cine —principalmente como guionistas— de doce reconocidos escritores: Paul Auster, Ray Bradbury, James M. Cain, Truman Capote, Michael Crichton, William Faulkner, Francis Scott Fitzgerald, Graham Greene, Enrique Jardiel Poncela, David Mamet, Arthur Miller y John Steinbeck. Todos ellos llegaron a ganar miles, e incluso cientos de miles de dólares, trabajando para el séptimo arte.

Por más de un siglo, la relación entre la literatura y el cine ha sido un matrimonio turbulento. Dos artes narrativas que se aman por necesidad, pero se detestan por naturaleza. La pantalla grande ha seducido a los escritores con promesas de fama y fortuna, pero también los ha frustrado, mutilando sus palabras, su ritmo y su voz. Desde Paul Auster hasta John Steinbeck, muchos autores transitaron esa frontera difusa entre la literatura y el celuloide, experimentando lo que podríamos llamar una pasión intermitente: amor creativo, odio industrial.

Paul Auster, que entendía la escritura como un acto visual, vio en el cine un espacio de expansión poética. Su colaboración con Wayne Wang en Smoke (1995) y Blue in the Face (1995) mostró su afinidad con la narrativa fragmentada y existencial. Sin embargo, Auster también se desencantó del medio: “el cine te roba el control de la historia”, dijo alguna vez. Para un escritor acostumbrado a decidir cada respiración de su texto, la maquinaria colectiva del cine resultaba una jaula.

Ray Bradbury fue un enamorado del séptimo arte desde su infancia, pero también uno de sus críticos más vehementes. Escribió el guion de Moby Dick (1956) para John Huston, una experiencia tan traumática que la transformó en una novela: Green Shadows, White Whale. Amaba el poder del cine para materializar sueños, pero odiaba la superficialidad con la que los productores abordaban la imaginación. “El cine puede hacer realidad cualquier cosa —decía—, pero Hollywood prefiere hacer nada”.

Cain fue, quizá, el más afortunado de los “adaptados”. El cartero siempre llama dos veces, Pacto de sangre y Mildred Pierce fueron convertidas en clásicos del cine negro sin traicionar su espíritu. Aunque Cain trabajó como guionista, detestaba el ambiente del estudio: “Hollywood compra tus libros no para filmarlos, sino para matarlos”. Sin embargo, fue gracias al cine que su nombre se volvió inmortal.

Capote coqueteó con el cine desde joven y escribió varios guiones, pero su relación con la industria fue más de vanidad que de vocación. Aplaudió Desayuno en Tiffany’s (1961), aunque nunca perdonó que Audrey Hepburn interpretara a su Holly Golightly, a quien imaginaba como Marilyn Monroe. La adaptación lo consagró públicamente, pero también lo enemistó con su propia obra. “Hollywood embellece lo que debería doler”, lamentaba. Y ganó una fortuna millonaria por la adaptación al cine de su novela A sangre fría (1965).

Crichton fue el único del grupo que se transformó en un hombre de cine con pleno derecho. Médico, novelista y guionista, dirigió películas como Westworld (1973) y escribió historias que anticiparon el futuro tecnológico de Hollywood. Sin embargo, su éxito también lo distanció de la literatura: sus libros eran concebidos ya como futuros blockbusters. Crichton no odió al cine, pero sí lo comprendió como una maquinaria pragmática, no como un arte.

Faulkner llegó a Hollywood por necesidad económica. Trabajó en guiones para Howard Hawks, como Tener y no tener (1944), basada en su amigo Hemingway. Su experiencia fue amarga: la estructura lineal del guion chocaba con su prosa torrencial y su compleja temporalidad. “El trabajo más humillante de mi vida”, diría después. Aun así, el cine lo obligó a sintetizar, a domar su caos narrativo. Un odio que, a la larga, se volvió aprendizaje.

Fitzgerald llegó a Hollywood en ruinas, esperando redimirse con el cine, pero solo halló desprecio y alcohol. Su tiempo como guionista en MGM fue un fracaso: nadie quería escuchar al autor de El gran Gatsby. Fitzgerald amó la ilusión del cine, pero odiaba su alma vacía: el celuloide no podía capturar la melancolía del paso del tiempo que tanto lo obsesionaba.

Graham Greene fue uno de los pocos escritores que logró dominar ambos lenguajes. Escribió novelas y guiones con igual destreza, especialmente El tercer hombre (1949), film que trascendió incluso su versión literaria. Para Greene, el cine era una prolongación natural de la escritura, aunque reconocía sus límites: “El guionista es un autor con la lengua atada”. Su ironía escondía una verdad amarga: el escritor, en Hollywood, siempre escribe bajo vigilancia.

El español Enrique Jardiel Poncela también sucumbió al encanto de Hollywood en los años treinta, pero pronto regresó desencantado. Trabajó en guiones cómicos que fueron rechazados o modificados hasta la caricatura. “Allí se mata la risa con fórmulas”, escribió. De vuelta en Madrid, su teatro se llenó de sátiras sobre el absurdo cinematográfico. Su amor por el humor visual sobrevivió; su fe en el cine, no.

David Mamet, hombre de teatro, conquistó el cine sin rendirse a él. Escribió Los intocables (1987), Glengarry Glen Ross (1992) y dirigió películas con su estilo seco y dialógico. A diferencia de sus predecesores, Mamet no odió al cine, sino a la mediocridad de su industria. Defendía la precisión del montaje como si fuera puntuación literaria. “El guion es una forma de poesía”, sostenía, siempre que se mantuviera la voz del autor.

Arthur Miller también probó el cine con The Misfits (1961), escrita para Marilyn Monroe, su esposa. Aquella película, dirigida por John Huston, fue tanto un réquiem matrimonial como una experiencia dolorosa. Miller veía el cine como un espejo deformante: capaz de amplificar la emoción, pero incapaz de preservar la intimidad moral de sus personajes. Su relación con Hollywood fue la de un testigo resignado ante un amor que nunca funcionó.

Steinbeck, más pragmático, supo dialogar con el cine sin perder su esencia. Las uvas de la ira (1940) de John Ford respetó su compromiso humano, y Al este del edén (1955) proyectó su lirismo moral. Aunque participó en guiones, prefería mantener distancia: sabía que el poder del cine residía en la imagen, no en la palabra. “En Hollywood, el escritor es un perro que ladra detrás del coche del director”, ironizó. Por ello, amigo lector, este libro está súper recomendado.

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Francois Villanueva Paravicino

Escritor, corrector de estilo, columnista y amante de los libros. Estudió Literatura y cursó la maestría en Escritura Creativa en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Autor de Cuentos del Vraem (2017), El cautivo de blanco (2018), Los bajos mundos (2018), Cementerio prohibido (2019), Sacrificios bajo la luna (2022), Los placeres del silencio (2023), Operación Catástrofe (2024) y Cantera de fuego (2025). Ha sido distinguido en diferentes certámenes literarios, tanto nacionales como internacionales.

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