Columna: La Crónica del Espejo
Por: John Kenny Acuña Villavicencio (Profesor-investigador Universidad Autónoma de Guerrero)
Llama poderosamente la atención el hecho de que decenas de reos del Tren de Aragua y “otros” grupos criminales, juzgados en Estados Unidos por delitos graves, sean trasladados a El Salvador. ¿Qué representa esta imagen? Acaso, ¿no tiene que ver con prácticas intolerantes y, sobre todo, la puesta en marcha de una forma política del miedo agitada por empresarios, burócratas y especialistas de la seguridad ciudadana, quienes exigen la depuración de clicas, sicarios, “malditos”, pandilleros, lúmpenes, locos e inconformes con la autoridad? Pensando un poco en voz alta, ¿no será que nos encontramos frente a “nuevas” ortopedias sociales cuyo propósito consiste en disciplinar vidas precarias y bastante dañadas por el poder del capital? De ser así, ¿hasta qué punto estas prótesis disciplinares se encuentran enfundadas en actos democráticos y liberales como nos quieren hacer creer? Sin duda, tales inquietudes son observables al interior de la política penal impulsada por Nayib Bukele, desde que llegó a Palacio Nacional en el 2019. El Plan de Control Territorial y el Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT) son muestras claras de los cambios que existe en torno a la gestión del cuerpo y la necesidad de reconfigurar el trabajo desocializado.
En una de las reuniones, celebrado en el Senado de Argentina y en presencia de libertarios, el presidente centroamericano señalaba que “los criminales no se podían reinsertar a la sociedad, si bien Dios perdona a todos, aquí en la tierra debían de estar en prisión”, dando a entender que solo de este modo se podía recuperar el empleo en las sociedades golpeadas por la violencia (https://www.youtube.com/watch?v=AuJj3CmtfoM). Esta afirmación se remite a una de las tesis centrales de La sociedad punitiva de Michael Foucault (2016), por cierto, bastante criticado por la idea de la prisión como saber-poder, pero que hoy tiene más vigencia que nunca: el delincuente siempre es un enemigo público y, por tanto, se necesita de técnicas y decisiones disciplinarias a fin de excluir, organizar, imponer un signo y encerrar al culpable. Desde luego, no se trata de una simple declaración al estilo sociológico o, peor aún, una manifestación de la política contemporánea, sino de la actualización de la historia de castigo, negación y depuración de lo amorfo u anómalo de los circuitos de la forma valor.
Cabe recordar que este tipo de política fue impulsado en 1932 por la Guardia Nacional. Por entonces, las fuerzas del orden actuaron en contra de los llamados “soviet en las Américas” o peligros de la nación como el Partido Comunista Salvadoreño, el Socorro Rojo Internacional, los campesinos y otros aliados que anhelaban desestabilizar los intereses del poder ladino (H. Lindo, E. Ching y R. Lara, Recordando 1932. La Matanza, Roque Dalton y la política de la memoria histórica, 2022, ASDI-SAREC). Este tiempo de represión duró por lo menos hasta 1979, fecha en la que el Partido de Conciliación Nacional cae por medio de un golpe de Estado a manos de un importante número de militares y civiles envalentonados. Luego de ello, se viviría una época de inestabilidad política, esto es, una guerra civil entre la junta revolucionaria y el FMLN que finalizaría con el Acuerdo de paz de 1992.
En este ínterin, miles de jóvenes devastados y sin esperanza se verían obligados a migrar hacia Estados Unidos. Entre esta población se encontrarían militares, estudiantes, guerrilleros y campesinos, quienes ante el rechazo y el conflicto de las tribus urbanas como ocurrió en Los Ángeles, darían lugar al surgimiento de pandillas o maras como son conocidas: M13 y Barrio 18. Dos organizaciones que fueron deportadas en la década del noventa por el gobierno de Clinton y a su retorno impondrían una forma particular de terror que, más allá de estar desarticulado del aparato estatal, llegaría a ser parte del problema (A. Nateras, Vivo por mi madre y muero por mi barrio. Significación de la violencia y muerte en el Barrio 18 y la Mara Salvatrucha, 2015, UAM-I). Sin embargo, en lugar de resaltar ciertos hechos o traer a colación el debate sobre los derechos humanos, lo que alerta es la confiscación de la subjetividad y la ritualización del poder disciplinario sobre los cuerpos tatuados y mutilados por la sociedad neoliberal.
Bajo este tenor, la exhibición mundial del CECOT, un sistema carcelario que nace del estado de excepción en el 2022, no sólo evidencia los cambios penales que se realizan en la actualidad, sino también la noción de que en democracia es posible la convivencia entre mercado, violencia criminal y vigilancia. Por eso, con toda certeza, los gestores de la seguridad afirman que El Salvador es uno de los lugares más seguros, pues, en este último año, se pasó de 103 homicidios por cada 100 mil habitantes a prácticamente 2 homicidios por cada 100 mil habitantes. En este país, las pandillas y clicas han sido diezmadas, encarceladas y disciplinadas por el “soberano poder”. A decir verdad, el CECOT es una especie de ortopedia foucaultiana, la cual consiste en que el sujeto sea-visto y no-vea y deje de ser sujeto-de-comunicación. Con esto, lo que se pretende es que el procesado entre en un estado consciente de exposición del cuerpo y vigilancia permanente que garantice el “funcionamiento automático del poder” (M. Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Siglo XXI, 2002, p. 185).
Por ese motivo, Bukele se ha convertido para muchos en un líder de la región. En Chile, Perú, Ecuador y Argentina hay un gran interés en reformular el Estado penal y, de ese modo, combatir la inseguridad ciudadana. En los foros de discusión y debate impulsado por los partidos de derecha e izquierda se ha considerado seriamente en emular el proyecto CECOT, porque están convencidos hasta el hartazgo que los modelos carcelarios de militarización y custodio-punitivo no rehabilitan al preso, sino que lo integran a los entramados de la ilegalidad. Esta advertencia se encuentra en Vigilar y Castigar, allí el filósofo de Poitiers reitera que las cuestiones ilegales se manifiestan como aspectos legales y los asuntos legales a veces no parecen exaltar su propia causa. No es nada extraño leer en las noticias que las extorsiones o robos se realicen desde la prisión y con apoyo de los funcionarios.
Por lo expuesto, no se puede arrogar las dicotomías anormal/normal, observado/no-observado, asimilación/negación o legal/ilegal como prácticas antitéticas. Al contrario, debemos entender estas esferas como una relación de poder e imposición de la moralidad en la sociedad punitiva y mercantil. Esto implica considerar que la lucha contra los secuestradores, asesinos en serie y terroristas estriba en la presencia del Estado en tanto axioma importante en la reproducción de discursos y signos destinados a reafirmar la explotación del cuerpo productivo. Por este motivo, la prisión es una extensión de la sociedad disciplinaria y el lugar donde el tiempo-enemigo o el tiempo-delincuente está expresado en tiempo-dinero. En otras palabras, en el sistema carcelario el tiempo-delincuente está subsumido también a una forma de control del tiempo-dinero que se condensa en la noción del poder-sobre-el-cuerpo. Al igual que el trabajo precario y no reconocido por el patrón, en la cárcel se reproduce la lógica de explotación sobre el cuerpo-productivo. En suma, la ciudad del confinamiento que presume Bukele no sólo es una vitrina del castigo, sino la ramificación de nuestra vidas mutiladas y cosificadas por el capital. Ante esto, ¿se avecina una nueva ola de regímenes autoritarios en América Latina?